En primer lugar, muchas gracias por leerme.
Hace más de un mes que no escribo en este blog. Mi mujer dio a luz una niña, Gabriela, a la que, hasta entonces, consideraba mi primera lectora desconocida, porque aún no la conocía, pero sabía que algún día me leería. Sí, es una bobada, pero me hacía cierta ilusión. De ahí viene el título de esta entrada, y sobre estos lectores, los desconocidos, escribo a continuación.
Hay algunas cosas que he aprendido sobre los lectores desde que comenzase este blog, justo tras publicar la novela. Antes, quizá muy ingenuamente, pensaba que era mucho más fácil encontrar lectores entre familiares y amigos que entre desconocidos, de hecho, siempre he estado tentado de establecer dos categorías claramente definidas de lector: lector conocido y lector desconocido.
Ya no veo tal diferenciación: me parece igual de probable que mi novela suscite interés a un desconocido que a un conocido. Es verdad que la comunicación con los lectores conocidos es mucho más directa, y que a ellos les hace gracia y cierta ilusión que alguien de su entorno publique una novela, pero nada de esto les hace diferentes como lectores. El lector de una novela sólo es tal en el momento que se la lee, no en el momento que se entera de sus existencia, ni en el momento que se la descarga en formato de libro electrónico, ni cuando se compra el libro, ni siquiera cuando la hojea. Un lector es aquél que se implica totalmente en la obra e interpreta nuevamente lo escrito por el autor. Parece bastante obvio, pero lo obvio puede escribirse de vez en cuando, incluso debería hacerse regularmente.
Es posible que exista una diferencia entre los dos tipos de lector en el acto de leer. Quizá cuando un lector lee lo escrito por un conocido se centre más en detectar posibles errores y disfrute menos de la obra. También puede ser que ésa sea sólo mi visión de escritor aficionado, puede que simplemente esté proyectando lo que yo haría, porque soy vanidoso, la vanidad, sí, ese gran pecado que reconozco cometer y que intento compensar con mis novelas, que no redimir del todo, pues me quedaría sin un excelente motivo para escribir. El caso es que yo no soy muy buen ejemplo de lector puro. Cuando hablo de lector puro me refiero a aquél que lee sin ninguna intención de aprender a escribir. Y puesto a definir, doy a continuación una definición personal de lo que es un lector:
El típico lector es un sujeto que lee textos escritos por otros sujetos, tan de carne y hueso como él, con la extraña esperanza de encontrar algo significativo en ellos. De acuerdo con esta definición, no sé a ciencia cierta quién es más difícil de imaginar, el que escribe o el que lee los textos. Las motivaciones de ambos son, en cierto modo, bastante curiosas, y no sé si está ya irrefutablemente demostrado que el lector puede entender las del escritor o viceversa. Y, sin embargo, aunque fuese cierto que ambos son incompatibles, parece evidente que son totalmente complementarios.
Sí, el escritor es supuestamente el sujeto activo y el lector es el pasivo, pero ambos intercambian sus papeles en el acto mismo de leer, para el cual los dos son imprescindibles. El lector es humilde y el escritor, si se me disculpa, de una casi enfermiza vanidad, pero, tras la lectura, el lector se envanece de haber disfrutado o haber aprendido algo en aquellas páginas.
Imaginar lectores es una tarea complicada, y teorizar sobre ellos suele dar lugar a premisas equivocadas cuando, como yo, no se es un lector puro. Por eso, me obsesiono pensando en los personajes de mis novelas, revisando argumentos, corrigiendo mentalmente estilos, intentando que todo ello pueda encajar en un lector casual e imaginario cuya psicología no consigo entender. Y todo me lleva a la terrible pregunta con que últimamente convivo casi fraternalmente, sin mucha angustia:
¿Y ahora quién demonios leerá todo esto que he escrito?
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